El recuerdo de los Nenúfares

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El recuerdo de los Nenúfares

Un proyectil atravesó uno de los cuadros. Corría el año 1944. Estoy en la sala de los Nenúfares, la segunda y quizá la más secreta, al fondo del Museo de la Orangerie. Mi padre está conmigo. A la entrada, le piden que deje su paraguas, tal vez por miedo a que en un movimiento irreflexivo pinche un lienzo. Él, un poco picado, se vuelve hacia mí. Mi padre, tan meticuloso, que lleva años trabajando en cuadros, mi padre cuya piel huele a trementina a todas horas del día, tanto que cuando entro en cualquier museo del mundo pienso que estoy entrando en su casa, mi padre baja las armas. Los dos nos echamos a reír, primero porque si el museo temiera la torpeza, sería mi torpeza, ya que sólo puedo controlar totalmente mis movimientos cuando estoy rodeado de música. Pero menos mal, porque aún no se han dado cuenta de mi cuerpo inseguro, de mi tobillo que tropieza con facilidad, de mis brazos que siempre son un poco más grandes de lo que imagino, como si aún fuera una niña por dentro y la amplitud de mis movimientos de adulta aún no me resultara natural. Excepto cuando suena la música. Entonces, por un truco de magia que siempre me sorprende, hace bailar los objetos, ablandando los muros de la realidad y dejando sitio a mis gestos de pájaro melancólico y testarudo, a mis gestos de niño jugando a ser adulto. También nos reímos simplemente porque, creo, mi padre y yo nos alegramos de estar en la Orangerie un día en que está cerrada. Atravesamos la entrada con ese paso decidido que da mi padre cuando entra en un museo. Camina directamente hacia los Nenúfares. Cuando era pequeña, recuerdo que sólo nos deteníamos ante los cuadros que nos "llamaban". Eso es lo que él decía: los cuadros nos llaman. Caminábamos a paso ligero por una sala y nos parábamos en seco, porque algo nos había atrapado. Luego te quedabas horas delante de un solo cuadro. Durante mucho tiempo creí que el poder de la pintura residía en su capacidad de captarlo todo en una fracción de segundo, el tiempo que se tarda en mirar, como una experiencia de pura presencia. Pero he aprendido que también nos cuenta una historia que se desarrolla a lo largo del tiempo. Hay que estar atento, mantener los oídos abiertos, el corazón abierto también, y aceptar los momentos de aburrimiento. A veces me sorprenden las similitudes entre la música y la pintura. Creo que, como cualquier lenguaje que intenta captar lo invisible, la pintura es una cuestión de fidelidad y paciencia. A veces tenemos que hacernos violencia a nosotros mismos, derribar nuestra resistencia interior, para que surja en nosotros su lenguaje secreto. Atravesamos la primera sala, ocupada por un equipo que trabaja fotografiando los lienzos en microfragmentos, para una reproducción 2.0 de la que los museos tienen el secreto, antes de llegar a la segunda sala, vacía, bañada por esta luz difusa que ha sido diseñada para que las atmósferas cambiantes del día jueguen con la pintura y la transformen de hora en hora. Me detengo ante un panel. El más oscuro, me parece. Quizá el más enigmático. Entonces me entero de que este cartel, el que primero me llamó, el que me absorbe porque tengo la fuerte sensación de que soy incapaz de descifrarlo, me entero de que este cartel fue alcanzado por un obús en 1944. Y se me revuelve el estómago. ¿Por qué siempre me llama lo que una vez fue destruido?

Creo que la guerra ha estallado dentro del lienzo. Imagino el jardín desgarrado. Años de trabajo para que la materia vibrara, para que el jardín se convirtiera en cielo, en movimientos arrancados del alma, para que la paz se imprimiera con tanta fuerza en el lienzo que miles de ojos se agolparan en esta sala para dejarla entrar en ellos. Han hecho falta años para sacar a la luz estos grandes paneles, que contienen tanta belleza y también tanta rabia, fragilidad, pruebas abandonadas, flores muertas nacidas a contracorriente, luz cargada de tormenta y también de azur, rabia, complejidad y una fe insana en lo vivo, en lo oculto, en lo que nos abruma, en lo que siempre será mucho más grande que nosotros, en los movimientos infinitos y cambiantes de la naturaleza, en lo que se hace y deshace secretamente en el interior de nuestros cuerpos, y también en la pintura, en lo que intenta perforar la superficie de la realidad, cavar nuestra mirada hasta el punto de reabrir la herida de no tener acceso más que a un mundo bidimensional, en lo que volvería la herida del revés como desollar a un animal, para ir al lado de las sombras, de lo apenas perceptible, del enigma que impregna cada uno de nuestros movimientos. La guerra destrozó este panel. El proyectil cayó al otro lado y no explotó. Como si, por una vez, algunos ángeles hubieran despertado y protegido algo de la fragilidad del mundo. Antes de volver a dormir y dejar que los humanos destrozaran lo que quedaba de él.

Estoy junto a mi padre y pienso qué pasaría si un proyectil agujereara uno de sus cuadros. Nada perdura, Clara. A veces crees que escribes, pintas, compones, para que algo quede, para dejar una huella, como un movimiento loco contra la muerte y el olvido. Pero nada dura. Dice eso, mi padre, y sonríe. Calma. Empiezas a pintar de verdad cuando te das cuenta de que no lo haces para luchar contra el olvido, pintas para intentar equilibrar algo en el mundo. Para oponer las fuerzas de la destrucción que existen y existirán siempre a las fuerzas de la construcción y la invención. No para que triunfe la invención, no, desde la noche de los tiempos sabemos que nunca triunfa. Sino para que esas dos dinámicas sigan coexistiendo. Para intentar inclinar la balanza, durante unos segundos, hacia lo que nos hace grandes. Y si hemos sido capaces de alimentar el océano que late contra los muros helados del miedo, aunque sólo sea una gota, habremos ganado. El gesto ha merecido la pena.

Bruno Dufourmantelle - Exposiciones

Entonces miro a mi padre, que está mirando el panel de los Nenúfares, el que fue alcanzado por un proyectil y reparado. Esta idea de la reparación, de las horas pasadas sobre el lienzo para coserlo de nuevo, para borrar la guerra dentro de los pigmentos, me hace llorar. Me doy cuenta de que no me detengo sistemáticamente ante lo que ha sido destruido, sino ante lo que alguien intentó reparar una vez.

Miro a mi padre y le veo luchando con un cuadro. Sin cesar. Pienso en sus momentos de angustia, cuando no encuentra el lienzo, cuando se niega a aparecer, cuando está a punto de nacer pero no consigue estabilizar su fuerza. Pienso en su angustia, como si siempre hubiera sido el primero, como si desde hace cuarenta años no se sucediera un lienzo tras otro y los cuadros le sorprendieran. Se siente responsable de la luz que apareció un día. Lo comprendí un día que le vi pintar. Creo que mi padre se siente responsable de la frágil luz que un día apareció. Que no se atreve a verla extinguirse. Como si le debiera algo. Una responsabilidad. Y miro su piel, su rostro ahuecado por años de rastrear las vibraciones que emergen de la pintura, todos los matices, todos los destellos que nacen ante sus ojos, sus ojos arrugados por horas de espera de una señal. Con demasiada frecuencia olvidamos que las grandes obras de arte son una cuestión de artesanía, la suma de horas dedicadas a buscar, probar, fracasar, volver a probar hasta alcanzar la gracia.

Le oigo cantar canciones infantiles mientras coloca hojas de periódico sobre las últimas capas de pintura fresca, de modo que los pigmentos de la capa superior son succionados y el juego de transparencias hace vibrar el material.
Me veo tumbado en el sofá del estudio, que también es su casa, porque con el tiempo la pintura y la vida se han fusionado.

Su chaleco está cubierto de colores y manchas de aceite. Imagino los movimientos de sus manos mientras se pone los guantes como un cirujano antes de una operación de corazón, sus vaqueros impecables y sus zapatos de cuero, que compró hace veinte años y que ha cuidado como todos los objetos que le rodean, aunque también estén barnizados de pintura. Me siento muy cerca de él. Como un músico que trabaja con el silencio. Música esculpida para la retina.

Me entero de que Monet, al final de su vida, tenía cataratas. Que estaba casi ciego. Miro los Nenúfares, y pienso que el material de los Nenúfares quizá no sea el jardín, quizá no sea Giverny, pero es la memoria. Una memoria agitada, hecha de emociones y de miedo, pero también seguramente hecha de los sueños y los terrores de una época. Los terrores de la guerra y, por tanto, terrores inagotables. Y Monet, sumergido en la oscuridad, en una realidad cada vez más borrosa, cada vez más difusa, y quizás finalmente cada vez más real, saca a la luz flores, árboles y cielos que cuentan la historia del otro lado del mundo desde el lugar enterrado de la memoria, desde lo que se ha perdido y sin embargo existe. Pienso en la etimología de la palabra désir, desiderare, sentir la falta de la estrella, e imagino a Monet en la oscuridad, conjurando este jardín irreal desde su memoria en un intento de atrapar la estrella en vuelo, de recordarla, de imaginarla, ya que se ha vuelto invisible. Lo que buscamos en Les Nymphéas quizá no sea tanto la paz estabilizada de un Jardín del Edén perdido y encontrado, sino más bien atravesar la superficie turbia del mundo, la superficie turbia de la paz, captar el movimiento infinito, los matices indecibles, la memoria arrancada, el castillo de sombras, el reverso de la vista. Venimos a experimentar la pérdida de la vista, a ver mejor. Algo del orden de la antigua pitonisa griega. O la experiencia más feliz posible de la melancolía. Crear un mundo a partir de lo que falta, un mundo que apostamos es aún más poderoso que el que realmente se ha perdido y nunca volverá. Decirle a la melancolía que es un arma de increíble poder. Gracias por la falta. Gracias por el movimiento, por la transformación, por las estrellas que cada uno habitamos en silencio, las que aún no existen y que quizás algún día podamos aprender a dar vida colectivamente. Gracias por el Jardín del Edén que no florece en el pasado sino en el futuro, y eso es lo que descubrimos cuando nos sumergimos en estos paneles tallados en la lengua de piedra del silencio, protegidos en algún lugar bajo un techo de cristal, al final de una terraza a orillas del Sena, en los Jardines de las Tullerías.

Clara Ysé
Museo de la Orangerie - París - 2023

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